domingo, 21 de octubre de 2007

Detrás de la ventana

Un ánima hay detrás de la ventana,
hurgando tus espaldas, arpándote la sombra
aquella, que se atiene a tu color y tus llanuras.
Te observa, oscila entonces
su entono de rocío,
su vocación tajante de relámpago
(no de nube, no de aliento primo).
Tirita, pretendiera disiparse;
mira al cielo y sus espantos;
luego a ti, y entonces
e encorva sin vigor, su levedad.

Y mientras tú, pisando plumas,
condensando aureolas que derrámanse en tus hombros
y en tus brazos –torrentes del misterio y las alturas,
ya ríos de confín plural, nevado–.

Y sólo estás.

Sólo giras tu estatura y te haces astro,
y eclipsas tus alcances para no ser infinita:
por seguir siendo admirable.
Y fueros solivianta tu cintura,
y cimbran tus dos piernas al vacío,
prolongando el cielo por las peñas;
amenazando el mar, ya nacarado por tu influjo;
punzantemente alzando un velo
donde la noche colisiona y se silencia.

Sólo miras
y pugna una sonrisa entre tus labios.

Y lo ido y lo postrero amarillean;
y el ánima, detrás, sucumbe al fuego;
y en tierra tú, mujer,
desatas los dogales de la lluvia.

Astrolabio

El sol: un corazón que a voluntades
se impulsa desde estíos apocados,
se abate pronto, resta claridades
e inmólase inundando mis costados.

La luna: un corazón que oscuridades
ampara, Cristo en domos enlutados,
que pende hiriente, fatuo de equidades
que huelgan de tu índole en los vados.

Persigue el día el rastro nocturnal,
la noche irrumpe a dolo furibundo
y no hay fin al bramido de talones,

ni don de cierta luna de cristal,
ni cuándo un sol carcoma, hartado, el mundo,
legando a luz y horror desolaciones